11/22/2014

IV

IV
Cuando la vida se propone ser imprevisible, lo puede llegar a ser de una manera alocada. Un muchacho, que escasamente había salido de su pueblo, de las cuatro calles que componían su universo, donde podía apreciar cualquier alteración, por insignificante que fuera, y poseía la seguridad de reconocer cada esquina, rincón, camino, adoquín, casa, balcón, y todo convecino del lugar y alrededores que habitara ese espacio. Uterga era su lugar en el mundo, su ombligo, el lugar donde no necesitaba nada más que la tierra para trabajar, y un refugio para dormir. Las necesidades nos las creamos nosotros, cuando no conocemos más mundo que aquel que nos ampara al nacer. Cuando nos deslumbra todo lo ajeno a nuestro cosmos, y nos maravilla todo aquello que entra por nuestra retina, al admirarlo por primera vez. Es, en ese momento, cuando comenzamos a crear nuestras necesidades, de las cuales podríamos prescindir y vivir igualmente felices. Todo es cuestión de sentir la necesidad, o ignorarla. En cierto tiempo, un hombre debía poseer sólo aquello que podía transporta en sus brazos. Lección aprendida en el Amazonas, cuando los primeros “conquistadores” o evangelistas, llegaban a las orillas del continente, con multitud de baúles, carros llenos de cosas innecesarias en la selva, y los indígenas, perplejos, no dispuestos a portear nada, recomendaban al propietario de tantas cosas inútiles, que eligieran aquello que podían acarrear ellos mismos, todo lo que consideraran imprescindible, dado que el resto debería ser abandonado en la playa. Una gran lección, que este muchacho había aprendido al salir de su pueblo. Un petate con dos mudas, un abrigo, unas pocas pesetas, un billete de autobús, tabaco de liar, un mechero, un reloj heredado de su abuelo, y su espíritu aventurero…, o su inconsciencia. Aunque era más una cuestión de imposición. El destino marcó su llamada a realizar la mili, el servicio militar obligatorio, a muchos kilómetros de su ciudad. Primero, un autobús a Pamplona. Después, otro atravesando montañas y puertos, a la ciudad de Jaca. Cuando llegó, un día de lluvia de mediados de marzo, una oscuridad en las calles presagiaba algo incierto. Se dirigió a varias personas en busca de una pensión, una cama y un plato caliente. Lo más cercano que le indicaron fue el hotel Mur, algo alejado de su presupuesto, pero una posibilidad de información. En el hotel Mur, ninguna habitación libre. Ni barata, ni cara, nada. Le recomendaron ir a una casa donde alquilan habitaciones. Bajó dubitativo por una calle, alzó su mirada a la oscuridad del cielo, y contempló la silueta amenazante de la Catedral. Siguió por la calle principal, sin cruzarse con nadie. El frío no lo detenía. Si algo había en común entre su pueblo natal, y esta nueva ciudad, eran, precisamente, el frío y la nieve. Reconoció una de las indicaciones del propietario del hotel, un colegio, con una iglesia. Un impresionante edificio oscuro, tenebroso, que auguraba un interior sórdido y poco ventilado…
Entró en la calle Escuelas Pías, y de nuevo reconoció otra indicación, una puerta con arco, y, a su derecha, una tasca llamada “La Campanilla”, bajo un pequeño porche. Entró en el portal, y la sensación de humedad se hizo sentir muy densa, casi asfixiante… La escasa iluminación le obligó a tantear con las manos, para no caerse. No supo cómo, pero encontró una puerta al final del pasillo, la abrió, y una pequeña luz amarillenta le sugirió que debía subir las escaleras de madera, que se retorcían al ascender.
Al dar el primer paso, y apoyar el pie en el primer escalón, la madera crujió, y la inseguridad recorrió su cuerpo. En el descansillo, otras dos puertas. Izquierda y derecha. No supo a cuál tocar el timbre. Una era pequeña, y la otra más grande, con una ventana superior a su lado, dejando ver algo de luz.
Optó por la puerta con la ventana, la luz presagiaba calor y seres humanos.

No hay comentarios:

 
clocks for websitecontadores web