V Aire
Cuando te requieren para
ver una colección de arte, en un piso, nunca sabes qué vas a encontrar. Me
llamó por teléfono un señor, con voz recia, y, sin embargo, se traslucía
indecisión y cierta actitud dubitativa.
Lo cierto es que ya me
iba a casa, me estaban esperando. Pero, la llamada de Carlos, contenía misterio…, curiosidad… No todos los días ofrecen la posibilidad de poder
contemplar una colección de obras de arte, en la que nadie más que su
propietario, ha posado la mirada en los últimos años.
-
¿Podría
venir ahora mismo…? - me preguntó,
indeciso.
-
Es
un poco tarde…, ¿no podría ser mañana…?
-
No,
sería mejor que viniera hoy.
Me figuraba que no
habría sido el único al que habrían llamado para ver la colección. Así que no
me lo pensé.
-
Sí,
de acuerdo. Voy para allá. ¿Me puede dar la dirección…?
Al anotarla, ya intuí
que podría ser grande lo que iba a ver. No cualquier cosa. En pleno centro de
la ciudad, una de las avenidas más céntricas, enorme urbanización, con portero, y todo lo que uno pueda pensar.
Vamos, la típica casa de un señor de pasta, que compró arte en su época dorada.
Lo que ocurre, es, que, cuando me llaman precisamente a mí, lo único que
implica es que quieren vender esas obras. Se acabó la pasta, y necesitan
liquidez. Vender casas o pisos, ya no es negocio. Hay que explicar muchos detalles, y soportar largos trámites y enervantes negociaciones… Vender arte es rápido.
Me detuve un momento frente
al cristal del portal, para determinar si estaba presentable. Porque era ya
tarde, y no había pasado por casa desde que a las 6 de la mañana me sonara el
despertador. Las posibles malas pintas que llevara, podrían ser decisivas para
que un pijo de 65 años pudiera mirarme
por encima del hombro, y no desear que un niñato con pelos largos y sin camisa
de marca, se encargara de vender sus cuadros. Bueno, para eso ya tenía a mi
chiquitín. Me daba lo mismo. Sinceramente. Sólo debía subir a ver qué había
colgado de las paredes, y al menos, no quedar mal, pudiendo reconocer de quién
era cada cuadro. Una especie de examen, cada vez que te convocan para estas
labores. Si no me equivocaba, o, por lo menos, aguantaba el tipo, disfrutaría
un rato, aunque el alicaído prepotente me despreciara. En ciertas ocasiones, me
sentía como Corso, en “El Club Dumas”, cuando podía curiosear en las
bibliotecas de otros. Sentirse como una especie de gurú, que no podía comprar
ni poseer esas obras, libros o cuadros, pero que sí podía decirle a la cara a
cualquiera, si sus cuadros eran, así de simple, una puñetera mierda… o una
maravilla. Normalmente, ya habrían pasado por allí otros buitres, casas de subastas,
u otros “Corsos” del mundillo. Eso era inevitable. También tengo claro, que,
casi con toda seguridad, sería el último en pasar, no la primera opción. Un
desconocido, freelance del arte. No…, no se trataba de la primera posibilidad.
Más bien, alguien al que sonsacar información.
Ya en el rellano, pulsé
el timbre, y se oyó dar miles de vueltas a las llaves, desbloqueando las
cerraduras. Un hombre grande, canoso, y con una, poco compatible mezcla de pijez
y desaliño, se presentó y me estrechó la mano. Me indicó que pasara. No lo
puedo evitar. Mi mirada se fue directamente a un cuadro de Ochoa, y a otro de
“La hermandad pictórica”. Las sorpresas no terminarían ahí. Al indicarme que
accediera al salón, tuve una de las grandes impresiones que puedes llevarte en
este mundillo. Un Miró, y el que desde hace tiempo, consideraba como uno de los
mejores pintores más oscuros e interesantes: José Hernández. La verdad es que
le pareció extraño que a un “niñato” como yo, le impresionara más ese cuadro,
poco habitual en los coleccionistas, que el Miró de grandes dimensiones.
Repasamos, uno a uno,
todas los cuadros que ornaban las paredes de la elegante residencia, que ya exhalaba o dejaba entrever, un
impreciso tufillo de decaimiento. Mientras,
sin demasiado disimulo, mirándome de reojo, observaba mis reacciones, para
cerciorarse de si reconocía o no, cada una de las obras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario