I
Como
cada calle te lleva a otra, como cada instante no da lugar más que a
otro instante, y cada segundo a otro segundo, en una sucesión
constante y concatenada de sucesos, de los cuales crees ser el dueño,
y también que no puede haber fuerza extraña que altere el orden
natural de tu ser. Donde no hay más decisión que la propia
consciencia, y, en muchas ocasiones, una sobresaltada mirada al
futuro, airada, valiente, o como diría la madre de cada uno, de
atrevida inconsciencia. Todo ello, es lo que genera que nada sea
cierto, y que no pueda cambiarse el porvenir. Entrar por una avenida,
y al ver una calleja, variar el rumbo hacia ella, inundado por la
incapacidad de centrar la mirada en la primera meta. Así creemos,
pobres mortales, que funciona nuestro futuro: cada uno es dueño de
su ser, y las elecciones vitales están condicionadas por nuestros
impulsos. Nada más lejos de la realidad. Lo que se puede denominar
libre albedrío, es sólo un eufemismo barato, un placebo para
contentar el alma, una mínima esperanza de que nadie manipule los
hilos de su vida, y el término libertad sea absoluto. Todo ello es
una ilusión, que ha generado mucha confusión en los seres humanos,
y ha provocado demasiadas explicaciones religiosas, filosóficas y
esotéricas. Ninguna de ellas, posiblemente, tiene razón. Y ninguna
de ellas está equivocada. Sólo una teoría podría determinar,
contemporizar con todas ellas, globalizar un resultado, totalizar.
Esa teoría la planteó una mujer sencilla. Vivía solitaria en su
casa. Con la soledad que, decía, se había ganado con los años. Un
logro, una conquista, más que un castigo. Toda la vida había tenido
que tolerar a otros, compartir su espacio en compañía de demasiadas
personas, y nunca disponer de su propio espacio vital. La vejez le
otorgó lo que nadie quiere, y ella lo disfrutaba. Sólo necesitaba
la visita de sus familiares directos, hijos y nieto, unas pocas
ocasiones al año. No precisada de nada más. La presencia de su
familia. no suponía un añadido extra de alegría, quizá sólo la
confirmación de que su soledad era sólo suya. Y la amaba. Sus
hijos, solicitaban en cada visita que se fuera con ellos. A la
ciudad, a otro tipo de soledad, la de permanecer cerca de todos, y
lejos de uno mismo. Su nieto, entendía perfectamente a su abuela.
Esta mujer libre, vivía con la alegría que sólo poseen los que han
crecido contemplando la luz, en el sur, lugar que le otorgó la
virtud de comprender, que la alegría es el gran concepto vital.
Cuando, casi cualquier ser humano requiere objetos para ser feliz,
esta mujer no necesitaba nada más que el sol, la luz, y una canción
que poder tararear, para sentir felicidad. Su casa, su balcón lleno
de macetas y una radio encendida todo el día, eran sus posesiones
más preciadas. La ventana que daba a la plaza, el punto exacto de su
destino diario, desde donde podía divisar la silueta de una montaña,
los campos… Yel sol, era generoso con ella.
Se
maquillaba cada mañana, un ritual exacto, con Margaret Astor nº 12,
polvos de maquillaje nº 4, y peinaba sus cabellos ancianos y
blanquecinos hasta dejarlos con el resultado deseado… Esta mujer,
X, fue quien determinó la teoría. Una ecuación más importante que
la relatividad, o la comprobación del Bosón de Higgs. Algo, que de
tan simple, parece ingenuo, como en cualquier explicación de algo
complicado, siempre la explicación más sencilla aclara cualquier
duda. Y parece irrefutable.
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